¿Y tú? ¿Cómo te enteraste de tu enfermedad?
Yo lo recuerdo todos los días. A veces es la imagen la que vuelve a mi mente; otras, son las emociones de ese momento. Habían pasado meses de exámenes, consultas y más exámenes. Distintos médicos, distintas especialidades… pero ninguna respuesta concreta. Mi cuerpo hablaba, pero nadie lo entendía. Para ser sincera, ni yo misma comprendía qué me estaba pasando. Aparecían moretones sin razón aparente, una fatiga abrumadora, dolores intensos, migrañas constantes. Y aun así, nadie lograba dar con un diagnóstico. Mientras tanto, yo seguía caminando en la incertidumbre.
Hasta que llegó el día que lo cambió todo. Era el 6 de septiembre de 2013. Volvía de la universidad y, como siempre, caminaba hacia mi casa. Pero ese trayecto —que solía ser corto— se convirtió en el más largo de mi vida. Me costaba respirar. Sentía el corazón desbocado. Estaba mareada, con los labios morados. Cada paso era un reto. Sentía que me desvanecía una y otra vez.
Al llegar por fin a casa, mi familia me llevó de inmediato a urgencias. Me atendieron… y me mandaron de vuelta sin mayores indicaciones. De regreso, los malestares persistían. Apenas podía mantenerme de pie. Cosas tan cotidianas como ducharme se convirtieron en un desafío; incluso pensé que no lo lograría sin ayuda. Esa misma tarde, el miedo se apoderó de todos. Mi familia, sin quedarse tranquila, decidió llevarme a urgencias del Hospital Gustavo Fricke.
Allí todo ocurrió muy rápido. Al ingresar y realizar el triage, me pasaron de inmediato al área de atención. Me hicieron exámenes. Los médicos entraban y salían. Hasta que llegó un cardiólogo (muy guapo, lo recuerdo bien —una pequeña sonrisa entre el caos) y me dio la primera noticia: —“Debes quedar hospitalizada. Vas directo a la UCI. Tienes un tromboembolismo pulmonar bilateral.”
En pocas palabras: mis pulmones estaban llenos de coágulos. Respirar se volvía cada vez más difícil. Y lo más grave: mi corazón también estaba en riesgo. En ese instante, sentí que el mundo se detenía. Tenía 23 años. Legalmente era una adulta, pero emocionalmente solo quería volver a ser niña y refugiarme en los brazos de mis padres, como cuando el miedo me invadía en la infancia. Esta vez no podía escapar. Estaba hospitalizada, sola, y con un diagnóstico que sonaba a sentencia.
Lloré mucho. Lloré por no tener cerca a mi papá, mi mamá, mi hermana y mi pareja. Lloré porque, en el fondo, tenía la certeza de que iba a morir. Luego del ingreso llegaron más exámenes, más monitores, más palabras nuevas y aterradoras. Hasta que finalmente los médicos pusieron nombre a lo que me ocurría: Síndrome Antifosfolípido.
Una enfermedad autoinmune poco común. Mi sistema inmunológico, en lugar de protegerme, estaba haciendo que mi sangre se coagulara de forma anormal. Esa fue la causa del tromboembolismo pulmonar… y también del nuevo diagnóstico que vendría: Hipertensión Pulmonar.
Y sí, nuevamente sentí que me iba a morir. No entendía nada. Tenía miedo, tristeza, rabia… y muchas preguntas. No voy a mentirles: en ese momento supe que mi vida como la había llevado hasta entonces tendría que cambiar abruptamente. Medicamentos de por vida, controles, un futuro incierto. Solo podía llorar y preguntarme una y otra vez: “¿por qué a mí?”. Si llegaste hasta aquí leyendo, quizá esperabas que desde el principio yo pensara en ser resiliente. No. Al principio sentí que estas enfermedades eran mis grandes enemigas.
Finalmente llegó el tan esperado día del alta. Pero no todo salió como pensaba. Una enfermera —de quien agradezco no recordar ni su nombre ni su rostro— comenzó a retirar mis vías. Conozco mi cuerpo y sé cuándo estoy a punto de desmayarme, así que le pedí que se detuviera para poder calmarme. Pero ella siguió mientras me decía: “¿Cómo te vas a desmayar por esto? Somos mujeres, estamos hechas para ser madres, esto no es nada”. No recuerdo nada más. Desperté rodeada de médicos, con oxígeno nuevamente y un dolor intenso en el estómago. Mis pulsaciones habían disminuido drásticamente. Lo entendí de verdad cuando mi pareja entró a verme: su rostro pálido y su expresión de terror me hicieron saber que había estado muy cerca. Ese día no me iría de alta.
Así me enteré yo de mi enfermedad.
Y tú, que estás leyendo esto, tal vez también has vivido algo similar. Tal vez aún no tienes un diagnóstico, o quizás estás enfrentando uno reciente. Quizás hoy te sientes como yo aquel 6 de septiembre: confundida, sola, cansada.
Si es así, quiero decirte algo: no estás sola (o). Tu historia importa. Tu miedo es válido. Y aunque el camino parezca incierto, tu vida no se ha detenido. Solo ha cambiado de rumbo.
Me encantaría leerte. Si quieres compartir tu historia, déjala en los comentarios o escríbeme. Este espacio es para ti, para nosotras (os), para quienes estamos aprendiendo a vivir con una condición de salud que nos cambió la vida… pero no nos quitó la fuerza. Recordemos siempre: no estamos aquí para juzgarnos, sino para apoyarnos.
#vivirconmiedovivirigual
